Comentábamos en la entrada anterior el hecho de que muchos fallecidos eran enterrados a lo largo de los caminos que salían de las ciudades con inscripciones (Tituli) que, por lo que se refiere a las muchísimas (más de cinco mil recogidas) que aún podemos leer en latín recogían llamadas a la atención del viajero para recordarle el nombre, la vida y el recuerdo universal de nuestro común destino.
La tradición católica romana quiere en estos días anteriores a la Semana Santa recordarnos un Titulum, una inscripción recogida en el evangelio de Juan con las palabras:
“Pilato redactó una inscripción que decía: «Jesús el Nazareno, rey de los judíos», y la hizo poner sobre la cruz. Muchos judíos leyeron esta inscripción, porque el lugar donde Jesús fue crucificado quedaba cerca de la ciudad y la inscripción estaba en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: «No escribas: «El rey de los judíos». sino: «Este ha dicho: Yo soy el rey de los judíos»» Pilato respondió: «Lo escrito, escrito está».”
En esta imagen se recoge como dato aceptado que las siglas hebreas debían ser: שוע הנוצרי ומלך היהודים. Leídas y vocalizadas, teniendo en cuenta la lectura de derecha a izquierda, se obtiene: Yeshua Hanotsri Wemelek Hayehudim. Las iniciales dan el sagrado tetragrama: YHWH. Es decir: Yahveh, Jehová, Yo soy.
El imperio romano, como es frecuente aún en la actualidad con el castigo ejemplarizante que suelen imponer los regímenes a los comportamientos sediciosos contra los pilares pretendidamente inmutables de los mismos, quería dejar bien claro cómo acababan quienes ponían en tela de juicio la autoridad romana. Así le sucedió a un especialmente revoltoso Jesús de Nazaret contra el que se confabularon los fundamentalistas religiosos judíos monoteístas con los fundamentalistas políticos romanos interesados en extender lo más posible su imperio.
Para dejar bien claro lo que les sucedía a los revoltosos, algún sádico inventor romano de torturas especialmente disuasorias ideó exponer a los disidentes, tras azotarlos cruelmente, clavados a unos maderos en forma de cruz mientras morían debatiéndose por respirar, ahogados por su propio peso.
Esa tortura inmisericorde, contemplada por el fácilmente imaginable sufrimiento de una madre que ve morir así a su hijo entre atroces tormentos, fue recogida en un poema latino del siglo XII atribuido a Jacopone da Todi, que dice así: